¿Has leído Hielo, de Érika Gael? Aquí tienes mi opinión sobre ella.

Tenía esta novela en mi e-reader desde 2019. La compré poco después de su publicación el año anterior, pero mi lista de pendientes es larga y a Hielo le tocó esperar hasta mis vacaciones de verano de este año. Sabía que disfrutaría de su lectura -me gusta Érika-, pero lo que jamás imaginé es que acabaría enamorándome de la historia. Hasta el punto de estar escribiendo esta recomendación, algo que, si me sigues, sabes que es excepcional. Dejé de usar Goodreads hace mucho (detesto los spoilers y allí, a pesar de ser un reducto para lectores, están a la orden del día) y sentía la necesidad de compartir las sensaciones que me había dejado esta gran novela, así que empecé a darle vueltas al tema. 

Y aquí estoy.

Érika es la «culpable» de que haya creado una nueva sección en mi blog. Teniendo en cuenta que hace años que dejé de postear regularmente aquí por falta de tiempo, supone un enorme mérito. Y no es el único.

También es la «culpable» de que haya llegado a la última página de su novela sin peros de ninguna clase. La historia te agarra fuerte desde el principio y no te suelta. La forma en que está contada es una maravilla. Los personajes son memorables del primero al último. Y la ambientación está logradísima. Me ha gustado todo. Mejor; me ha encantado todo. Es la primera vez que me pasa y con lo difícil que soy de complacer cuando se trata de historias de ficción, yo soy la primera sorprendida.

Lo más curioso del caso es que anoche, releyendo algunos pasajes para ponerme en situación antes de escribir esta entrada, la historia me atrapó otra vez… Volví a San Petersburgo, al frío que se te mete hasta el tuétano, a los carteles en cirílico, al aroma de los vareniki de Zenya que jamás he probado…  Y me pareció incluso mejor que la primera vez que la leí. 

Aún me queda otra culpa que achacarle. La de haber logrado que me reconciliara con la narración en primera persona. Cincuenta sombras de Grey la puso de moda (¿o fue la Saga Crepúsculo?) y, desde entonces, se ha venido utilizando de forma indiscriminada; historias a las que no les va bien la primera persona, escritores que no saben usarla y la usan igual porque «está de moda», etc. He acabado hasta la coronilla de ella y, a menos que conozca de antemano al autor, no me arriesgo porque, según mi experiencia, nueve de cada diez veces no merece la pena.

Hielo es una historia que respira primera persona y Érika ha sabido convertir su narración en un absoluto deleite. Logra que la patinadora canadiense Suzanne Boucher te coja de la mano en la primera página y te sumerja en su historia de superación, de sacrificio, de pasión… Hace que estés ahí todo el tiempo, viendo el mundo a través de sus ojos de veinteañera para quien el patinaje lo es todo. 

Y luego está la historia de amor. ¡Menuda historia! Érika dice que cuando se sentó a escribir Hielo sabía que no sería una novela romántica. Con mucho amor, sí, pero no «romántica» como las lectoras del género lo entienden. De hecho, se vende en exclusiva en Amazon y su categoría allí no es Romántica sino Ficción deportiva. ¿Mi opinión? Ya quisieran muchas novelas románticas tener la intensidad que tiene Hielo sin que los protagonistas hayan necesitado pronunciar las palabras «te amo» ni una sola vez. Ni una sola vez. No hablan de amor, pero tú lo sientes. En cada mirada de Suzanne, en cada una de las infrecuentes sonrisas del protagonista masculino, el patinador ruso Nicolai  «Kolya» Tsvetkov, en el enorme esfuerzo de adaptación profesional y personal que ambos hacen, en cada retazo de su pasado que comparten… Y en todos y cada uno de los «yo no te dejo caer a ti y tú no me dejas caer a mí» que pronuncian. Una frase que, a medida que pasas las páginas, se vuelve más y más significativa.  

Es difícil extenderse hablando de esta historia sin hacer spoilers, así que lo dejaré aquí. Solo voy añadir una última cosa: Hielo es la mejor novela de su clase que ha llegado a mis manos en mucho, mucho tiempo.

Hielo, de Érika Gael.
Hielo – Érika Gael

«Mi nombre es Suzanne Boucher y nací en Canadá hace diecinueve años. Durante trece de ellos, viví y resplandecí sobre el hielo, entregada en cuerpo y alma a él. 

Hasta que en mi prometedora carrera en el patinaje se abrió una grieta tan ancha como la distancia entre Montreal y San Petersburgo.

Mi nombre es Suzanne Boucher. Ahora vivo en Rusia. Durante un año, trato de resistir bajo el hielo, sepultada por él, asfixiada por él. 

Y ese único año me cambiará para siempre, igual que la estela profunda que deja tras de sí la cuchilla al aterrizar de un triple Axel.

Mi nombre es Suzanne Boucher y esta soy yo: pasión y esfuerzo. Nostalgia y cobardía. Sueños que quizá se cumplan y sueños que quizá no. La huella de un amor. La memoria de un deporte tan devastador como hermoso».

Una novela sobre el coste de los sueños, el crecimiento personal y el paso a la madurez.


Nota de interés:

Recientemente, la autora ha publicado Los muchachos, un ebook que contiene dos relatos suyos. Los beneficios derivados de su venta irán íntegramente destinados a instituciones de la isla de La Palma, para ayudar a los afectados por la erupción volcánica de septiembre de 2021. Una bonita iniciativa con la que tú también puedes colaborar por tan solo 0,89 €.

Los muchachos – Érika Gael

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La red del amor

El pasado 7 de marzo, El País Semanal publicó un artículo que la escritora Rosa Montero escribió el 14 de Febrero, el día de los enamorados, titulado «Maldito San Valentín». En él empieza confesando que «de todos los días falsos y arbitrarios inventados por los comerciantes para ordeñar nuestros bolsillos, éste es el que más me irrita». La verdad es que me gusta esta escritora. Si un artículo lleva su firma, lo leo porque sé que no suele defraudarme. Así que en este caso, y a pesar de la contundente frase en tipo destacado que centraba el tema a debate, a saber: «La idea del amor romántico nos ha hecho a los humanos un daño fenomenal», continué leyendo.

No me chocó su irritación por el mercantilismo que parece rodear nuestra vida, incluso en sus detalles más insignificantes; mucha gente lo comparte, estoy segura. Y sin duda, muchos comparten su «inquietante sensación» de que este año San Valentín se ha festejado más que nunca. Sin ir más lejos, a mí, que ni me irrita ni me inquieta, también me lo ha parecido. Sin embargo, ésto tiene poco de «tontuna» y mucho de estrategia de supervivencia. En momentos críticos, de intenso distrés -y los últimos tres años han sido críticos para millones de personas a nivel mundial-, nuestra mente pone en marcha mecanismos que nos permiten compensar los efectos negativos, y adaptarnos; la evasión es uno de ellos. Como dijera Richard Gregory, neurólogo y profesor emérito de neuropsicología de la Universidad de Bristol, el cerebro no está para buscar la verdad, sino para hacer predicciones para poder sobrevivir.

Pero resulta que soy escritora de novela romántica, y mis ojos están especialmente entrenados para cazar tópicos y clichés sobre el amor, los hombres, y las mujeres. Y la verdad, no esperaba encontrarlos en este artículo.

Más allá de los intereses comerciales por idealizar conceptos para después vendérnoslos, el amor romántico es mucho más que una mera idea, es un impulso vital hacia el apareamiento, natural y fundamental para la especie. En realidad, son varios los científicos que sitúan el surgimiento del amor romántico a la par que el nacimiento de la imaginación en las primeras especies de homínidos. Casi nada.

También existe un amplio consenso científico, e investigaciones recientes parecen confirmarlo, en que el amor romántico se halla profundamente enlazado con otros dos impulsos hacia el apareamiento, la lujuria, y el apego. Los tres poseen sus propios circuitos cerebrales, provocan diferentes comportamientos y expectativas, y están asociados a diferentes neuroquímicos (hormonas). Se sabe, además, que cada uno de ellos evolucionó para controlar un aspecto distinto de la reproducción: la lujuria, para «motivarnos» a buscar la unión sexual con prácticamente cualquier pareja medianamente apropiada; el amor romántico, para hacer que «concentremos» nuestro interés apareatorio en un individuo en particular (con el consecuente ahorro de tiempo y energía); y el apego, para facilitar que la pareja se mantenga unida el tiempo suficiente para sacar adelante a la descendencia, al menos, hasta superar los años de la infancia. Es lo que Helen Fisher (1) denomina «La red del amor».

De modo que lo más probable es que la pareja de «viejos» de la viñeta de Forges a que hace referencia Montero en su artículo, hayan tenido su etapa de lujuria, y también, la etapa de mirarse a los ojos y creer que el otro era simplemente perfecto. Es más, sin esas etapas, no serían tema siquiera para una viñeta.

Y aunque Montero opine que la fiesta de los enamorados es «una majadería dulzona, un paripé vacío, […] un frenesí de corazoncitos rojos que se parecen tanto a los musculosos corazones verdaderos como el amor real a los enamorados de San Valentín», imaginar es ver. Cuando imaginamos (pensamos o recordamos) ponemos en marcha los mismos mecanismos que cuando vivimos el suceso. Pensar en el ser amado, dice Eduardo Punset en su libro El viaje al amor (Destino, 2007), puede mejorar la relación amorosa, de la misma manera que practicar crucigramas puede ayudar a mantener la mente despierta.

Cualquier ocasión es una buena ocasión para aparcar la rutina, estimular nuestra imaginación y enfocarla en la persona que amamos.

Y como dice el refrán a «la ocasión, la pintan calva».

(1) Helen Fisher, antropológa, profesora e investigadora de la Rutgers University, y autora de títulos notables como Why We Love?, Henry Holt & Company, 2005,  y Anatomy of Love, Random House, 1994, entre otros.

Si deseas leer el artículo completo de Rosa Montero, lo encuentras aquí.

El muñeco de nieve, un relato romántico

Hoy ha salido el sol en mi comunidad y no me apetece referirme a páginas en blanco, ni a novela romántica. Hoy me siento romántica.

Así las cosas…

¿Qué tal si te dejo en compañía de una historia de amor?

¡Que la disfrutes! ;-)

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El muñeco de nieve

– I –

 

in_love_1     Marc aprovechó el movimiento de calzarle el gorro al muñeco de nieve para echar un vistazo al reloj disimuladamente. Al día siguiente a esa misma hora Sussy estaría de vuelta en la Mansión Halliwell, con papá y mamá.
     Y él, hecho polvo, con trescientos cincuenta días por delante hasta que ella regresara. Suponiendo que lo hiciera.
     —Vuelve conmigo —dijo Sussy dándole un tirón a su bufanda—. Te decía que la naríz está torcida y eso parece cualquier cosa menos una boca.
     Él sonrió resignado. Claro, tenía que ser perfecto. Capturar la esencia de una felicidad efímera y hacerla durar hasta que volvieran a ser felices durante otros quince días.
     Sólo que hacía tiempo que él no conseguía hacerla durar y últimamente hasta capturarla le resultaba difícil.
     Dos semanas no era suficiente. Para él, ya no. Quería más, necesitaba más.
     —¿Mejor así? —dijo Marc, y se restregó las manos para hacerlas entrar en calor.
     Sus trenzas estilo Heidi se sacudieron graciosamente cuando Sussy asintió varias veces, y una sonrisa le iluminó la cara.
     ¿Cómo podía estar tan contenta sabiendo que pronto volvería a haber siete mil kilómetros entre los dos?
     —Estamos listos, Annie. Dispara cuando quieras —dijo Sussy a su amiga, y se volvió hacia él—. ¿Patata o whisky?
     Marc no respondió, se limitó a sonreír a la cámara.
     Quizás después de todo, pensó, para Sussy él no fuera más que un capricho de niña de alta sociedad.

– II –

 

     Respiré hondo, dejé que el aire frío de la montaña me llenara los pulmones y miré alrededor. Saint Moritz tenía unas vistas hermosas y el día era perfecto, pero lo que hacía brillar aquel paisaje era Marc.
     Siempre había sido él, aunque mi padre pensara que yo me merecía algo mejor y mi madre perjurara que si me casaba con Marc, la mataría de un ataque al corazón.
     ¿Qué hombre podría ser mejor para mí que uno capaz de aceptar semejante tortura sin perder la sonrisa, sólo por verme feliz?
     A veces, cuando lo miraba así, abstraído en construir un muñeco de nieve inolvidable, pensaba que lo nuestro se reducía a eso; un instante de plenitud que sólo vivía en una fotografía de postal navideña. Pero ya no lo pienso.
     Aunque bien visto, aquel muñeco estaba resultando de los que mejor olvidar. Faltaba simetría y no iba a arreglarlo con un gorro. Intenté hacérselo notar pero la abstracción de Marc era profunda.
     —Vuelve conmigo —le dije, y tiré de su bufanda para que dejara de pensar en la despedida—. Te comentaba que la nariz está torcida y eso parece cualquier cosa menos una boca.
     Él, como siempre, sonrió.
     —¿Mejor así? —me preguntó frotándose las manos. A estas alturas debían estar heladas porque se había quitado los guantes de lana para que la nieve no los mojara.
     Mucho mejor. Cuando le puse mi bufanda alrededor del cuello, el muñeco me pareció ideal.
     —Estamos listos, Annie. Dispara cuando quieras —le dije a mi amiga. Y a Marc, lo que le decía siempre—. ¿Patata o whisky?
     Él solía elegir «whisky»; yo por llevarle la contraria, «patata».
     No respondió. Aunque su sonrisa preciosa continuó allí, su mente ya me acompañaba a tomar el avión.
     Yo me volví hacia la cámara con mi mejor sonrisa. Quería una foto perfecta para un momento que jamás olvidaríamos.
     Porque esta vez, yo no volvería a Boston.

– III –

 

     Esa fue la última vez que Sussy y yo nos fuimos a esquiar juntas a Saint Moritz. Recuerdo que aquel día ellos me parecían distintos. Sussy era una sonrisa con trenzas y lo de Marc… No sé, era demasiado silencio hasta para un suizo alemán.    
     Él fabricó el consabido muñeco de nieve que ponía fin a las dos únicas semanas al año que pasaban juntos. Ella le pidió que retocara la nariz y la boca que no habían quedado bien y cuando él lo hizo, Sussy se quitó la bufanda y la puso alrededor del cuello del muñeco. Los dos sonrieron a la cámara. Encuadré y disparé la misma foto que venía haciendo el mismo día de los últimos tres años.

     Entonces, no tenía la menor idea de que aquel ritual no volvería a repetirse.

     Al día siguiente los tres fuimos al aeropuerto, pero sólo yo volví a Boston. Sussy me dio la foto. «Quédatela, Annie, a mí ya no me hace falta» me dijo al despedirnos.

     Bendito sea el amor.

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© Patricia Sutherland.