El muñeco de nieve, un relato romántico

Hoy ha salido el sol en mi comunidad y no me apetece referirme a páginas en blanco, ni a novela romántica. Hoy me siento romántica.

Así las cosas…

¿Qué tal si te dejo en compañía de una historia de amor?

¡Que la disfrutes! ;-)

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El muñeco de nieve

– I –

 

in_love_1     Marc aprovechó el movimiento de calzarle el gorro al muñeco de nieve para echar un vistazo al reloj disimuladamente. Al día siguiente a esa misma hora Sussy estaría de vuelta en la Mansión Halliwell, con papá y mamá.
     Y él, hecho polvo, con trescientos cincuenta días por delante hasta que ella regresara. Suponiendo que lo hiciera.
     —Vuelve conmigo —dijo Sussy dándole un tirón a su bufanda—. Te decía que la naríz está torcida y eso parece cualquier cosa menos una boca.
     Él sonrió resignado. Claro, tenía que ser perfecto. Capturar la esencia de una felicidad efímera y hacerla durar hasta que volvieran a ser felices durante otros quince días.
     Sólo que hacía tiempo que él no conseguía hacerla durar y últimamente hasta capturarla le resultaba difícil.
     Dos semanas no era suficiente. Para él, ya no. Quería más, necesitaba más.
     —¿Mejor así? —dijo Marc, y se restregó las manos para hacerlas entrar en calor.
     Sus trenzas estilo Heidi se sacudieron graciosamente cuando Sussy asintió varias veces, y una sonrisa le iluminó la cara.
     ¿Cómo podía estar tan contenta sabiendo que pronto volvería a haber siete mil kilómetros entre los dos?
     —Estamos listos, Annie. Dispara cuando quieras —dijo Sussy a su amiga, y se volvió hacia él—. ¿Patata o whisky?
     Marc no respondió, se limitó a sonreír a la cámara.
     Quizás después de todo, pensó, para Sussy él no fuera más que un capricho de niña de alta sociedad.

– II –

 

     Respiré hondo, dejé que el aire frío de la montaña me llenara los pulmones y miré alrededor. Saint Moritz tenía unas vistas hermosas y el día era perfecto, pero lo que hacía brillar aquel paisaje era Marc.
     Siempre había sido él, aunque mi padre pensara que yo me merecía algo mejor y mi madre perjurara que si me casaba con Marc, la mataría de un ataque al corazón.
     ¿Qué hombre podría ser mejor para mí que uno capaz de aceptar semejante tortura sin perder la sonrisa, sólo por verme feliz?
     A veces, cuando lo miraba así, abstraído en construir un muñeco de nieve inolvidable, pensaba que lo nuestro se reducía a eso; un instante de plenitud que sólo vivía en una fotografía de postal navideña. Pero ya no lo pienso.
     Aunque bien visto, aquel muñeco estaba resultando de los que mejor olvidar. Faltaba simetría y no iba a arreglarlo con un gorro. Intenté hacérselo notar pero la abstracción de Marc era profunda.
     —Vuelve conmigo —le dije, y tiré de su bufanda para que dejara de pensar en la despedida—. Te comentaba que la nariz está torcida y eso parece cualquier cosa menos una boca.
     Él, como siempre, sonrió.
     —¿Mejor así? —me preguntó frotándose las manos. A estas alturas debían estar heladas porque se había quitado los guantes de lana para que la nieve no los mojara.
     Mucho mejor. Cuando le puse mi bufanda alrededor del cuello, el muñeco me pareció ideal.
     —Estamos listos, Annie. Dispara cuando quieras —le dije a mi amiga. Y a Marc, lo que le decía siempre—. ¿Patata o whisky?
     Él solía elegir «whisky»; yo por llevarle la contraria, «patata».
     No respondió. Aunque su sonrisa preciosa continuó allí, su mente ya me acompañaba a tomar el avión.
     Yo me volví hacia la cámara con mi mejor sonrisa. Quería una foto perfecta para un momento que jamás olvidaríamos.
     Porque esta vez, yo no volvería a Boston.

– III –

 

     Esa fue la última vez que Sussy y yo nos fuimos a esquiar juntas a Saint Moritz. Recuerdo que aquel día ellos me parecían distintos. Sussy era una sonrisa con trenzas y lo de Marc… No sé, era demasiado silencio hasta para un suizo alemán.    
     Él fabricó el consabido muñeco de nieve que ponía fin a las dos únicas semanas al año que pasaban juntos. Ella le pidió que retocara la nariz y la boca que no habían quedado bien y cuando él lo hizo, Sussy se quitó la bufanda y la puso alrededor del cuello del muñeco. Los dos sonrieron a la cámara. Encuadré y disparé la misma foto que venía haciendo el mismo día de los últimos tres años.

     Entonces, no tenía la menor idea de que aquel ritual no volvería a repetirse.

     Al día siguiente los tres fuimos al aeropuerto, pero sólo yo volví a Boston. Sussy me dio la foto. «Quédatela, Annie, a mí ya no me hace falta» me dijo al despedirnos.

     Bendito sea el amor.

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© Patricia Sutherland.

 

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